SOMOS
LO QUE HAY
Jorge Michel Grau, 2010
El cine nacional siempre ha
tenido problemas con las películas de género. La razón es un misterio que ha
parido un montón de temas de tesis de sendos campos de estudio, desde el cine
mismo hasta la antropología. Quizá sea nuestra manía de querer meter a la
fuerza nuestros temas nacionales en moldes extranjeros, o la egomanía de
nuestros actores que se empeñan en representarse a ellos mismos en pantalla una
y otra vez, o tal vez tenga que ver con las mafias sindicales y políticas que,
a través del nepotismo y la burocracia, no permiten que se produzca cine de
calidad en nuestro país.
Sea como fuere, la cosa es que nuestras
películas de acción nunca evolucionaron después del videohome, nuestras cintas
de horror y ciencia ficción parecen comedias y nuestras comedias, cine porno.
Mas si un género hemos logrado dominar, y es el que más reconocimientos nos ha
dado a nivel nacional e internacional —reconocimiento que no popularidad, ésa
nos la ganamos con las películas de Santo, el enmascarado de plata—, es el
melodrama disfrazado de drama costumbrista… una especie de creatura de
Frankenstein con el cuerpo de Anton Chekhov y el cerebro de Alejandro Casona.
Por fortuna, a final de cuentas nada de
esto tiene importancia porque el público mexicano casi no consume cine mexicano
de todos modos. Y como diría Cleto “lo cual hace de todo esto un ejercicio
inútil”.
Así pues, esta película que pasó casi
desapercibida por la cartelera de nuestro país gozó de un éxito considerable en
el circuito internacional y de festivales; lo suficiente como para que se
hiciera un remake en inglés titulado We
Are What We Are (Mickle, 2013), que no es muy bueno, pero tampoco
particularmente malo.
Somos
lo que hay narra la historia de una familia disfuncional y de bajos
recursos de la Ciudad de México. Cuando el padre (Humberto Yáñez), un relojero de
poca monta, muere de manera súbita en un centro comercial, deja desamparados a
sus tres hijos: Alfredo (Francisco Barreiro), Julián (Alan Chávez) y Sabina
(Paulina Gaitán), y a su esposa (Carmen Beato). La familia se desmorona y el
negocio se viene abajo, la única solución parece ser apegarse a sus creencias y
perpetuar el ritual que durante años han llevado a cabo: Secuestrar niños de la
calle para comerlos. Ahora, Alfredo, el primogénito, deberá probar si tiene lo
que se necesita para dirigir a la familia.
Rigoberto Castañeda, el director de la
renombrada Km 31: Kilómetro 31 (2006)
—para bien o para mal, el máximo referente de cine fantástico y de terror en el
México contemporáneo—, dice sobre Somos
lo que hay que “En treinta años hablaremos de Grau, como hoy hablamos de
Taboada o de López-Moctezuma.”[1]
Es cierto. La película de Grau tiene el
terror atmosférico de Taboada, aunque sin llegar a la genialidad de éste que
bien podría denominarse un “gótico mexicano”, y lo kitsch de López-Moctezuma.
Pero, por alguna razón, la cosa no termina de cuajar.
Quizá sea el querer meter todos esos
elementos en la ya mencionada fórmula del melodrama costumbrista; en el cual,
debo admitirlo, la película tiene su mayor fuerza. Es muy interesante cómo se
va contando la historia de esta familia durante la primera mitad de la cinta.
El terror es muy sutil gracias al tono meticulosamente cuidado con el que se va
examinando la psicología de los personajes y su cotidianeidad que, para
cualquier otro, resulta extraordinaria y horrorosa.
Por desgracia, todo lo que se construyó
durante la primera mitad se desmorona rápidamente en la segunda. ¿Análisis de
personajes? ¡Al demonio! Mejor que los tres hermanos se la pasen peleando todo
el tiempo y que haya un personaje que sea homosexual no asumido... aunque no
aporte realmente nada a la historia. ¿Tono parco y sobrio? ¡Nah! Mejor que haya
una escena de balazos que, además, se ve medio piñata. Y al final ¿qué tal si
metemos un epílogo completamente innecesario que, además, le da en la torre a
toda la película?
Según parece, éstas fueron las temerarias
decisiones que tomaron los realizadores de la película… y con las que
fracasaron miserablemente.
La primera parte no es mala y, lo que es
más, es intrigante y cautivadora, y sí le provoca a uno el suficiente suspenso como
para querer saber qué va a pasar a continuación y seguir viendo la película. Por
desgracia, desde la escena en el Metro Insurgentes (y he de admitir que siento
debilidad por las películas cuyas locaciones reconozco a golpe de vista) hasta
el final toda la cinta va cuesta abajo.
En lo que sí se luce esta peli es en el fan service. Hay montones de referencias
a películas de horror, siendo particularmente interesantes las que se hacen a La noche de los muertos vivientes
(Romero, 1968), La masacre de Texas
(Hooper, 1974) y Pesadilla en la calledel Infierno (Craven, 1984).
Sin embargo, la que se lleva las palmas es
la escena de la funeraria que es una calca de la escena de la funeraria en la
seminal Cronos (Del Toro, 1992).
Incluso Juan Carlos Colombo y Daniel Jiménez Cacho repitieron los papeles que
hicieran hace ya más de veinte años en la ópera prima del director de Titanes del Pacífico (2013).
Otros apartados en los que la película sale
muy bien librada son los técnicos. La fotografía es excelente, usando
claroscuros y tonos deslavados que realmente logran crear una atmósfera de
escasez y pobreza.
Asimismo, la música, que hace muchos guiños
a la compuesta por Bernard Hermann para Psicosis
(Hitchcock, 1960), es altamente efectiva y apoya a la narrativa de la película
produciendo un efecto bastante perturbador en el espectador.
El
guión resulta accidentado… Como una autopista de lujo con baches. Me refiero a
que las escenas en general están bien escritas y los diálogos, si bien se
sienten un poco anquilosados por momentos, son eficientes y llegan en algunos
puntos a la genialidad. Pero la argamasa que debe mantener unido todo el texto es
aguada y tiene sendos huecos que hacen parecer que los elementos presentados
hacia el final de la cinta son gratuitos.
Y habrá quien no lo necesite, pero yo sí me
quedé con ganas de que me explicaran por qué esta familia practicaba el
canibalismo. Digo, si sólo lo hacían por comer carne en medio de la miseria en
que vivían ¿Por qué lo convirtieron en un rito tan trascendente que regía sus
vidas? O, si por el contrario, lo hacían por motivos religiosos ¿Por qué no se
muestran otros elementos del rito? No es como en La masacre de Texas u Holocausto
caníbal (Deodato, 1980) donde, a pesar de que no hay una explicación formal
de las causas que llevaron a las comunidades mostradas en pantalla a cometer la
antropofagia, ésta más o menos se explica a sí misma.
Será cuestión de gustos o mi esnobismo,
pero odio la que, según parece, es el mayor descubrimiento del cine nacional
después del desnudo: La escena de los tacos. De unas décadas para acá, parece
que para que una película mexicana pueda certificarse necesariamente debe haber
una escena en un puesto de tacos o taquería. Digo, ya sé que la película la
hicieron en México, no hace falta que la autentifiquen; parece como si quien
filma la película sintiera que no tendrá la aceptación del público nacional si
no presenta dicha escena que “retrate la idiosincrasia nacional”.
A final de cuentas, se trata de una
película de terror diferente que sí logra ser perturbadora e inquietante. No
sólo por el tema y la anécdota que narra, sino por el retrato que logra hacer
de las instituciones mexicanas, llámense Familia o Policía. Sin embargo,
produce un resultado bastante disparejo. La atmósfera y el tono magistralmente
alcanzados al principio se vienen para abajo con una resolución inverosímil y un
montón de elementos que, entre que parecen sacados de la manga y entre que no
van con el tono de la cinta, le dan al traste a todo el numerito que pretendía ser
una tragedia clásica.