CIUDADELA
Citadel
Ciarán Foy, 2012
Me enteré de esta película
por una entrevista que le hicieron al director en una revista especializada. Al
principio, con el afán de no revelar demasiados detalles sobre su obra, Foy me hizo creer que la cinta era una especie de
reinterpretación de la clásica Repulsión
(1965) de Roman Polanski; pero después me enteré de que se trataba de algo más.
Todo el primer acto de la película es, en efecto, muy similar a la obra del
polaco; pero después toma una dirección completamente distinta.
La película cuenta la historia de Tommy Cowley
(Aneurin Barnard), quien vive en un deteriorado edificio de departamentos en
una zona marginada conocida como Edenstown. Cierto día, su esposa embarazada es
brutalmente atacada por una pandilla de adolescentes (o niños ferales, según
parece) que la deja en estado de coma para morir meses más tarde. Tommy queda
solo con su pequeña bebé y se muda a una casa en planta baja, cerca del
edificio donde vivía antes... Y desarrolla un terrible caso de agorafobia.
Justo cuando el tratamiento para su
condición parece estar dando resultado, la pandilla de adolescentes vuelve y
comienza a hacer incursiones en su casa, y a perseguirlo para robarle a su
bebé. Pero ¿se trata de una amenaza real o es todo producto de la imaginación
de Tommy? Cuando Tommy es contactado por
un sacerdote medio loco que ha perdido la fe y se ha convertido en una especie
de cazador de monstruos, descubre que los niños pandilleros no son lo que creía
y que el edificio de departamentos en el que antes vivía se ha convertido en
una ciudadela en la que se crían cosas peores que delincuentes juveniles. Y
Tommy tendrá que realizar una excursión suicida al interior de la ciudadela
para rescatar a su hijita.
Debo comenzar a criticar esta cinta con un
elogio: Tenía un tiempo que una película de terror no me asustaba de verdad. Y
no me refiero a esos espantitos de brincar del asiento, botar las palomitas y
después reírte por brincar del asiento y botar las palomitas, no. Me refiero a
ese miedo que te mantiene pegado al asiento y con la espalda erizada; de ese
miedo con el que no quieres ver la pantalla, pero no puedes apartar la vista de
ella.
El ritmo de toda la cinta es lento; pero
eso sólo hace que las pocas y breves secuencias rápidas que aparecen se
destaquen más y se vean más brutales. El ritmo lento, casi melancólico, y los
filtros azules y grises que utilizaron para la fotografía crean una atmósfera
de desolación y abandono que también se ve reflejada en los edificios, en la
ropa de los personajes y, sobre todo, en la personalidad de Tommy.
Y creo que ésta es la columna vertebral
sobre la que se yergue esta película. La actuación de Barnard es espectacular
—¿Es mi imaginación o el tipo es increíblemente parecido a Elijah Wood?—. La
mitad de la película son primeros planos suyos, pero cómo saben usarlos. La
actuación contenida y la propuesta narrativa del director se combinan de modo
genial para crear imágenes ominosas que le ponen a uno los pelos de punta.
Ahora, debo decirlo, la película decae.
Mientras el primer acto es una historia maravillosa de soledad, aislamiento y
desasosiego; de monstruos que están, pero no se ven más que en el reflejo de
los utensilios de cocina o entre las sombras de las cortinas; la historia de un
hombre luchando contra un entorno que antes le era cotidiano y ahora le resulta
hostil; el resto se vuelve condescendiente.
El segundo acto deja de lado la ambigüedad que
tan bien manejó el primero y confía su narrativa a una vuelta de tuerca que no
me parece tan exitosa. Por lo menos, no a nivel argumental; porque ya en la
realización resulta ser bastante efectiva. Me refiero a que las criaturas
resultan aterradoras. Aterradoras en verdad, pero no sé si me gustó que la
historia tomara ese rumbo.
Quizá sea el hecho de que nunca se les
pueden ver los rostros, quizá sea que sus chillidos son increíblemente
parecidos a llantos de bebé o quizá sean sus ojos reflectantes. O tal vez
simplemente es el hecho de que sean tan parecidos a niños de la calle, comunes
y corrientes, que podrían prosperar perfectamente en nuestra sociedad sin que
nadie se diera cuenta de ello.
El tercer acto es un tanto decepcionante.
Esta cinta que había sido sobria e inteligente se deja llevar por los excesos y
los clichés del melodrama de horror, y se convierte un poco en una copia de
cualquier película de cazadores de vampiros. Incluso por momentos llega a
parecerse a algo de Hammer.
Así pues, esta cinta comienza siendo arriesgada
y propositiva. Pero conforme va avanzando, el género la va “domando”. A final
de cuentas es una buena película que sí logra helarle la sangre a uno y que, al
terminar de verla y quedarse a oscuras en su sala o habitación, voltee por
sobre su hombro.
Y la otra parte que se me hizo harto
interesante de esta película es su contexto. Las películas de terror son
siempre interesantes y por demás oportunos termómetros sociales que retratan
los miedos e inquietudes de una determinada población en un determinado momento
de su historia. Los monstruos radiactivos de los sesenta manifestaban el terror
que el mundo le tenía a la Era Nuclear, los niños diabólicos y sectas
expresaban la inquietud de los EE.UU. ante los cultos y comunas, y en los
ochenta los slashers conmemoraban la acuñación del término “asesino serial”,
por citar algunos ejemplos.
En este mismo tren de pensamiento enlazo Ciudadela con Silencio en el lago (Watkins, 2008), otra película británica en la
que una joven pareja es acechada durante su fin de semana en el bosque por una
pandilla de adolescentes sádicos. Así que ¿Qué está pasando con las juventudes
británicas? ¿Qué están haciendo los adolescentes del Reino Unido que tiene
aterrados a sus padres? Supongo que, finalmente, hay que
tenerle miedo a los herederos del punk.
PARA
LA TRIVIA: La película es un tanto autobiográfica. Ciarán Foy fue
atacado por una pandilla de niños cuando tenía dieciocho años, incidente que le
provocó una agorafobia que no fue capaz de vencer hasta los veintitantos.
Sí, porque si en la vida real llegan a ser unos desgraciados, ahora imagínate...
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